LA
PESADILLA
El
9 de noviembre de 2016 que se escribe en Europa como el inolvidable
11 de septiembre (9/11), muchos se han llevado las manos a la cabeza
al enterarse de que Donald Trump había ganado las elecciones
presidenciales en Estados Unidos. Algunos pensarán, no sin razón
que esto parece un mal sueño: una pesadilla.
Estoy
de acuerdo, estos últimos años hemos estado viviendo una verdadera
pesadilla. En realidad, también en España, nuestra pesadilla ya
dura demasiado tiempo. Por no remontarnos demasiado atrás, podemos
fijarnos en el principio de este siglo XXI.
El
año 2000 comenzamos con una amenaza fraudulenta: el Efecto 2000,
según el cual nos anunciaron que todos los aparatos electrónicos
quedarían inservibles por efecto del manejo interno de las fechas
(el año 00 causaría todo tipo de problemas y averías). Fraudulenta
porque luego se descubriría que tal riesgo era inexistente o
insignificante, pero hizo posible que las grandes empresas
consultoras internacionales facturasen cientos o miles de millones de
dólares para asesorar a los bancos y grandes corporaciones en la
actualización de sus sistemas informáticos al manejo de fechas
utilizando cuatro dígitos para el año.
En
Europa, el Euro comenzó a existir, aunque no tomaría cuerpo
material hasta enero de 2002. Fueron dos intensos años en los que
tuvimos que asimilar y adaptarnos mental y electrónicamente al
cambio de nuestra moneda tradicional. Todos los países miembros de
la Comunidad Europea tuvieron que pasar por el mismo proceso. Después
de tomar las uvas y brindar por el Año Nuevo, el 1 de enero fuimos a
los bancos a ponernos algunos euros en el bolsillo y … oh,
sorpresa, … descubrimos que los bancos no tenían apenas monedas y
que en muchos casos había que pedirlas con anticipación. ¿Pero,
oiga usted, los bancos no se dedican a eso…, a distribuir monedas y
billetes y a realizar transacciones para facilitar el funcionamiento
de la socidad?
Faltaban
aún algunos años para que descubriéramos la dura y desagradable
realidad: la verdadera función de los bancos y del sistema
financiero en general. De momento, empezamos a descubrir que los
precios en euros, habían aumentado enormemente al tiempo que
disminuían su expresión numérica. Por ejemplo, en España se
aplicó un cambio de 166,386 pesetas por cada euro pero, en realidad,
artículos que costaban 100 pesetas el 31 de diciembre de 2001,
amanecieron con su precio elevado milagrosamente a 1 euro en lugar de
60 céntimos de euro que es lo que dictaba la aritmética. Pero como
eran años en los que “España iba bien” hicimos de tripas
corazón y apretamos el paso para seguir avanzando. Los bazares de
“Todo a 100” que se habían hecho tan populares, cambiaron sus
rótulos por otros que decían “Todo a 1 euro”, y todos seguimos
tan campantes.
De
momento todo iba bien, los bancos empezaron a distribuir monedas y
billetes con más fluidez y, lo más importante, empezaron a repartir
créditos con absoluta generosidad, sin reparar en riesgos. El
resultado fué que todos empezamos a creer que las cosas iban bien y
aceptamos aquel tsunami crediticio con alegría y entusiasmo:
cambiamos de coche, de casa, de muebles, de lugar donde ir de
vacaciones… y nos llegamos a creer de verdad que las cosas iban
bien y que, por fín, íbamos a recuperar la ventaja que nos habían
tomado siempre el resto de los países europeos.
Durante
unos años, en España se construyeron más viviendas y se realizó
más obra civil que en todos los demás países de la Unión Europea
juntos, pero a nadie le pareció mal. España no era ya la locomotora
de Europa, sino un verdadero cohete capaz de llevarnos a todos a la
estratosfera del bienestar y la prosperidad. De repente, en el 2005,
empezaron a verse algunos signos extraños que no encajaban con las
cifras ni con la sensación de bienestar económico que se habían
instalado entre nosotros. Las grandes empresas empezaron a frenar sus
inversiones y a despedir a una buena cantidad de sus empleados. Pero
fué oficalmente en el 2008 cuando se destapó el proceso denominado
“crisis económica”.
Algunos bancos, uno o dos, cerraron. Habían
inundado al resto de los bancos con derivados financieros que eran
auténtica basura, fraudulentos y claramente delictivos. Como
resultado, los bancos empezaron a restringir sus, hasta entonces,
generosos créditos: ya no se fiaban unos de otros. La sociedad
empezó a ver frenada su actividad y sus expectativas. De repente,
los inmigrantes que habían servido para frenar los salarios y para
hacer posibles todos los proyectos de construcción que se
acometieron, empezaron a sobrar. Surgieron voces que reclamaban que
volvieran a sus países de origen, que nos estaban quitando el
trabajo y suponían una carga.
Y
empezó el festival de la Deuda Pública. El Estado dejó de recaudar
impuestos y tasas ligadas a los asalariados que habían sido
despedidos, y a pagar los correspondientes subsidios que pronto se
apresuraron en disminuir o eliminar sin la más mínima consideración
por las vidas que se estaban colapsando. Aumentó enormemente la tasa
de suicidios, pero se resolvió evitando hablar de ello en las
tertulias y noticias. Las empresas dejaron de tener beneficios y, por
tanto, dejaron también de pagar impuestos. Luego nos hemos enterado
que las empresas y grandes fortunas nunca habían pagado impuestos
realmente. Incluso, hay algunas de estas grandes empresas que reciben
obscenas cantidades de dinero en concepto de devoluciones y
desgravaciones de impuestos. El caso es que el Estado empezó a ver
cómo desaparecía su disponibilidad de dinero para los gastos
corrientes y, por supuesto, para sus inversiones e infraestructuras.
Y,
entonces se representó ante nosotros, impávidos e inmóviles, una
esperpéntica farsa más: el Banco Central Europeo, responsable del
euro y de la economía de los países de la Unión Europea, comenzó
a prestar dinero sin intereses a los bancos españoles; los bancos
españoles, entre otros operadores oportunistas, compraban Deuda
Pública al 6, 7 y hasta el 10% de interés. Así, el Estado Español
pudo acceder a unos créditos para atender a sus gastos. Pero, hete
aquí, que la mayor parte de ese dinero fué a parar a los propios
bancos que necesitaban ser rescatados.
¿Rescatados
de qué? ¿De sus propias estrategias para inundar primero la
sociedad de dinero circulante que estimuló la actividad económica,
de sus manipulaciones del Euribor para esquilmar a la población a
través de las hipotecas más caras del mundo, de sus enormes
reservas de propiedades embargadas gracias a unas leyes hechas a su
medida y a un sistema judicial sin escrúpulos?
Paralelamente,
se desarrolló una campaña para culpabilizar a la población de la
llamada crisis económica: habíamos vivido por encima de nuestras
posibilidades.
Los
distintos gobiernos de aquellos años, empezaron a descubrir sus
cartas: no estaban al servicio del pueblo, ni de la Constitución, ni
de la Justicia. Claramente estaban al servicio de fuerzas y poderes
totalmente ajenos a la Democracia y claramente interesados en la
orquestación y los inmensos beneficios derivados de la mayor estafa
de la historia conocida sobre la población, disfrazada de crisis
económica.
A tenor de algunos juicios abiertos para tratar los casos
de corrupción y saqueo más flagrantes, nos enteramos de la ecuación
maldita que amenazaba convertirnos a todos en esclavos e indigentes:
los políticos (sálvense las honrosas excepciones) se habían estado
vendiendo a los poderes ocultos (económicos e industriales), sus
leyes habían tejido una maraña de privilegios e impunidades para
favorecer a las entidades tras dichos poderes, dichas entidades
obtenían beneficios sin fín y la capacidad de abusar de los
ciudadanos a través de tarifas y tratos insultantemente abusivos. A
cambio, esas entidades colmaban las ambiciones y la codicia de los
políticos y sus familiares con dinero y bienes que aún no han sido
inventariados totalmente, y es dudoso que lleguen a serlo algún día.
Y, por si fuera poco, algunos de esos políticos eran premiados con
cargos muy bien remunerados en las empresas que habían favorecido
durante sus mandatos (puerta giratoria).
Mientras,
las familias que habían encontrado refugio en la pensión de los
abuelos, tuvieron que observar, impávidos e inmóviles, cómo dichas
pensiones eran masacradas y cómo desaparecían los ahorros de toda
una vida de muchos de ellos en lo que constituyó “el caso de las
preferentes”.
Se
descubrieron escandalosos casos de corrupción. Verdaderas tramas
magistralmente tejidas para extraer todo el dinero posible de la
sociedad y ponerlo a buen recaudo en otros países, paraísos
fiscales o no. Hasta la familia real fué involucrada en alguno de
los más sonoros casos de corrupción. También nos enteramos de que,
algunas de esas entidades que estaban siendo rescatadas con cargo a
los Presupuestos del Estado habían tejido una magnífica red de
tarjetas “black”, contratos blindados, pensiones dignas de un
premio de la Primitiva y cuidadosamente orquestados plazos de
silencio para garantizar la impunidad de los actores por causa de la
prescripción de los delitos.
En
definitiva, una verdadera pesadilla. Una serie de acontecimientos
que, vistos en conjunto y en perspectiva de unos pocos años,
resultan totalmente absurdos. Los acontecimientos, las declaraciones
y la actuación de nuestros “representantes” públicos no
resisten la aplicación de la inteligencia más elemental. No
olvidemos que, además, los medios de comunicación habían estado
colaborando activamente en la distracción de la población, la
ocultación y la tergiversación de toda la información que había
ido apareciendo al respecto. Conviene citar que los medios de
comunicación habían ido siendo adquiridos por los mismos poderes
ajenos a la democracia que habían manipulado a los políticos y a
las instituciones que todos pensábamos que realizaban su papel para
garantizar el bienestar, la justicia y el progreso de la sociedad.
Lo
más difícil de entender es que la población haya permanecido
tan imóvil y tan ajena a las diferentes y variadas agresiones de que
hemos sido objeto en todos esos años. ¿Cómo es que, salvo alguna
escasísima excepción, nadie ha sido capaz de hacer un análisis
crítico e inteligente de la sarta de estupideces que se han publicado
para tratar de justificar los ataques de que estábamos siendo
objeto? No perdamos de vista que, en diez o quince años, se han perdido prácticamente todos los avances socio-económicos que se habían
conseguido desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
La
única explicación congruente es que la población estaba dormida,
bajo los efectos de una potente y bien elaborada droga psicotrópica
que nos impedía desarrollar normalmente nuestras facultades físicas,
mentales y sociales. Dicha droga no ha sido necesariamente y
exclusivamente de naturaleza química, aunque también las ha habido.
Se ha manipulado a la población a través de: educación, medios de
comunicación, escasez salarial crónica, contaminación de los
alimentos, el aire y el agua, etc.
Por
tanto, la única conclusión que permite (a mi entender) hacer una
interpretación congruente de nuestra reciente historia es que lo que
hemos vivido no pertenece al concepto de “realidad”, sino que
está en la categoría de “sueño”; más bien en la de
“pesadilla”, y su tratamiento no consiste en manifestarse, ni en
emprender acciones judiciales, ni en denunciar, ni siquiera en crear
tribunales del pueblo y volver a sacar a la calle las guillotinas. El
tratamiento indicado para acabar con una pesadilla es simple, barato
y directo: despertar. Toda pesadilla termina cuando uno despierta.
Y
como se trata de una pesadilla colectiva, hay que tratar de despertar
suavemente a los que viven esa pesadilla a nuestro alrededor, o bien
retomar nuestra actividad “real” y esperar pacientemente a que
cada uno despierte en su momento. Algunos están tan sumergidos en la
“pesadilla” que se resistirán a despertar. Y no contemos con
aquellos a quienes han estado obteniendo enormes beneficios de la
“pesadilla”: esos no van a querer despertar jamás.
Así
pues, propongo que, desde ahora, cada día a las 9 de la noche,
cuando ya hemos vuelto a casa, antes de caer en trance ante la
televisión, nos asomemos a la ventana o salgamos a la calle y
hagamos sonar durante un minuto la alarma de algún despertador o
teléfono móvil. No importa si es eléctrico, electrónico o
mecánico, si hace sonar una campanilla o el canto de un gallo.
Lo
importante es el ejercicio simbólico colectivo de hacer sonar el
despertador. La mente colectiva recibirá la señal, todos tenemos
asociado el sonido del despertador al acto de despertarnos. De esa
manera, la pesadilla dejará de existir porque nadie la mantendrá en
sus sueños. Es más, todo el mundo irá despertando y enterándose
de que aquello que le estaba haciendo sufrir no había sido más que
una pesadilla y lo importante no es ni tan siquiera entender la
pesadilla, sino disfrutar de estar despierto y de volver a vivir
realmente.