martes, 3 de septiembre de 2013

El chófer de El Padrino

Siempre recuerdo que me impresionó la historia de El Padrino, la profundidad y proximidad con la que se consiguió tratar un tema delicado, secreto, clandestino, como corresponde a todo aquello que se encuentra, o al menos se encontraba, "al otro lado de la ley".

Hace algún tiempo leí una entrevista, o tal vez fué alguien que me lo contó. La historia trataba de un jóven ambicioso que, en la ciudad de Chicago, en los años 30, quiso hacer fortuna acercándose a una de las "familias" más poderosas de la mafia de aquel tiempo. Como su padre era mecánico, él había aprendido desde muy pequeño a mover los coches en el taller y, en cuanto llegó a los pedales, aprendió a conducir.

Como se le daba muy bien, no le resultó difícil hacer que se fijaran en él y le dieran un puesto como conductor. Al principio era como el chico de los recados. Le utilizaban para ir de acá para allá a entregar paquetes, a recoger invitados, a realizar todo tipo de encargos. A medida que pasaba el tiempo, fué ganando confianza y le fueron encomendando tareas más importantes, más delicadas. Cuando se quiso dar cuenta, se encontró yendo de un extremo a otro de la ciudad recogiendo dinero de personas y establecimientos que tenían negocios con la familia.

Un buen día, le dijeron que tenía que llevar a dos de los miembros más imponentes de la familia; no por su cargo, sino por su tamaño. Apenas podían acomodarse en el vehículo. Le dieron la dirección y no volvieron a abrir la boca. La verdad es que nuestro amigo, el chófer, se había hecho una reputación de discreto y confiable: había aprendido que el silencio era su mejor compañero. En cuanto llegaron, sus  dos pasajeros se bajaron del vehículo, cada uno por un lado, y se introdujeron en un pequeño establecimiento de bebidas que había al fondo de la calle. Permaneció en el coche, con el motor en marcha, como le habían pedido tantas veces, y al cabo de un rato, vió llegar a sus dos pasajeros que se volvieron a ocupar el asiento de atrás mientras se acomodaban la ropa. Al día siguiente leyó en el periódico que el dueño de aquel establecimiento había recibido una brutal paliza, "un ajuste de cuentas" matizaba el periodista y había fallecido esa misma noche en el hospital.Un escalofrío le recorrió la espalda, pero se había acostumbrado a no preguntar, a no abrir la boca. No fué la única vez. En las siguientes semanas las escenas se repitieron innumerables veces. Parece que otra familia se había establecido en las proximidades y se estaban "perfilando" los límites del territorio de cada una de ellas.

Algún tiempo después, recibió el encargo de volver a llevar a los dos "mensajeros" al otro lado de la ciudad.
Como de costumbre, les llevó a la dirección que le habían dado y permaneció en el coche. En esta ocasión, le dijeron que les acompañara, lo cual hizo inmediatamente por mucho que estaba acostumbrado a esperarles en el coche. Entraron en un almacén viejo y destartalado que parecía abandonado salvo por el ronronear lejano de una hormigonera. Hacía tiempo que nadie se ocupaba de reemplazar los cristales rotos en las ventanas. Atravesaron una nave y sus pasajeros le hicieron seña de detenerse al tiempo que empuñaban la enorme pistola que solían llevar a sus "visitas". Habían llegado junto a la misteriosa hormigonera, le extrañó porque no parecía que nadie estuviera haciendo obras por allí.

Le miraron con una mezcla de frialdad y misericordia, incluso notó algo de compañerismo, y le dijeron: " ... mira, muchacho, nos caes bien, pero el jefe nos ha dicho que la policía ha estado preguntando por tí, porque alguien te ha visto en el coche en dos o tres ocasiones, y antes de que se complique la cosa, con todo lo que sabes..., el jefe nos ha pedido que atemos algunos cabos..." y sin parpadear, uno de ellos le apoyó el cañón de su pistola en la cabeza y disparó.

 Los dos mensajeros, sin cruzar palabra, arrastraron su cuerpo hasta un foso cercano, lo arrojaron en él y vaciaron la hormigonera sobre el cadáver. Ellos también estaban acostumbrados a hacer su trabajo con eficacia y en silencio. Ni se les ocurrió pensar que un buen día ellos también podrían ser tratados como "un cabo suelto".

Recientemente, he vuelto a recordar esta historia al pensar sobre la situación actual y el papel que en ella están jugando políticos, banqueros, directores de grandes empresas, jueces, periodistas y un largo etcétera.
Antes, cuando la población civil sufría bajas como resultado de ciertas "operaciones", se hablaba de "daños colaterales", ahora cada vez es más evidente que la población civil es el objetivo. Todos estos personajes que participan activamente, y no sin entusiasmo, en verdaderas operaciones de genocidio, de traición a sus propias leyes y a sus conciudadanos, lo hacen sirviendo oscuros planes e intereses que cada vez resultan más obvios y que se han bautizado con las siglas en inglés de Nuevo Orden Mundial (NWO).


En definitiva, estos personajes simplemente ejecutan los planes a nivel local. Todos ellos, que se creen muy importantes, y que están recibiendo inmensas cantidades de dinero y de promesas, no se dan cuenta de lo poco valiosos que son para sus jefes. Ahora piensan que son importantes porque son necesarios para hacer el trabajo sucio. Sin embargo, cuando estas operaciones se den por concluidas, o por fracasadas, estos personajes van a tener una medida directa de su verdadero valor: cero.

Como en la historia del chófer, será muy fácil "eliminar los cabos sueltos" para evitar complicaciones.

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