Los
distintos proyectos y comunidades transicionistas que han empezado a surgir por
todo el mundo, se basan en una idea, en un concepto maestro: la resiliencia. Se trata de una palabra
poco utilizada en nuestro idioma (español), aunque procede de un verbo en latín
que significa literalmente rebotar, recuperar la posición después de un
impacto.
En
nuestra cultura se utiliza poco, o nada, y quizá por ello resulta que no hemos
cultivado apenas las cualidades inherentes a la resiliencia. Los ciudadanos y
comunidades no hemos dedicado el tiempo y la energía necesaria para hacernos
resilientes. Más bien todo lo contrario: somos demasiado vulnerables, demasiado
dependientes, estamos demasiado a merced de otras entidades, fuerzas e
intereses en los que ciframos nuestro bienestar y nuestra supervivencia, … y
así nos va.
La
resiliencia, como conquista cultural y social implica madurez, consciencia,
independencia, autosuficiencia, solidaridad, generosidad, protección, confianza
sensata y bidireccional, responsabilidad, previsión, respeto por el medio
ambiente y por nuestros compañeros de viaje, sentimientos de unidad con toda
forma de vida, equilibrio y armonía con todo lo que existe, conservación y
regeneración de los recursos, aprovechamiento e investigación de todo lo que la
Naturaleza nos da generosa y gratuitamente, para que lo utilicemos sin esfuerzo
y sin sacrificio alguno por nuestra parte. La lista podría continuarse, el
trabajo es interesante, excitante e interminable. La recompensa es la
supervivencia, la sostenibilidad de nuestros proyectos y la herencia que
dejaremos a las próximas generaciones en forma de un planeta más limpio y sano
que el que hemos recibido.
Lo
contrario, interese a quien interese, parece que se podría resumir en pocas
palabras: miseria, ignorancia, caos social, enfermedades, guerras y, al final,
la esclavitud y la extinción de la especie humana tal y como la conocemos.
Los
primeros transicionistas en Totnes (Reino Unido), allá por el mes de septiembre
de 2006, tomaron conciencia y comenzaron a relizar debates abiertos y públicos
sobre dos temas principalmente: el fenómeno conocido como “peak oil”; es decir,
el comienzo de las dificultades por la creciente escasez de combustibles
fósiles y su previsible encarecimiento, y las vicisitudes del “cambio
climático”. Ante ambas amenazas, idearon la necesidad de un proceso de
transición hacia un modelo de sociedad basado en los principios de la
resiliencia y de la sostenibilidad.
Solamente
se conoce una estructura biológica que se caracterice por la pretensión del
crecimiento ilimitado: se trata del cáncer y es sabido que, en lugar de lograr
su objetivo, suele alcanzar la destrucción del organismo anfitrión y de ella
misma con todos sus componentes; las células cancerosas. Los únicos casos en
que esto no ocurre es cuando el organismo anfitrión logra destruir antes este
tipo de tejido enfermo y librarse de su destructiva existencia.
En
palabras del economista chileno Manfred Max-Neef, Premio Nobel de Economía
Alternativa: “el crecimiento debe ser limitado, lo que puede y debe ser
ilimitado es el desarrollo”.
Efectivamente,
los individuos y las comunidades deben aspirar a desarrollar su potencial hasta
el infinito, pero deben limitar su crecimiento, su tamaño, en armonía con su
entorno, los recursos disponibles y su ritmo de regeneración.
Las
preguntas inevitables que surjen son: ¿y ahora qué hacemos?, ¿por dónde
empezamos?, ¿cómo conseguimos que todo el mundo tome conciencia y se comprometa?,
¿cómo conseguimos que las corporaciones y los gobiernos colaboren? Y ninguna de
ellas tiene una respuesta sencilla.
Una
de las primeras tentaciones es usar la técnica del avestruz: negar el problema
y así pretender que no tenemos que tomar ninguna decisión ni llevar a cabo
ninguna acción. Una parte de la población optará por esta alternativa. Quizá
otra parte de la población reconocerá el problema pero esperará que sean otros
quienes tomen las decisiones y resuelvan el problema. Con estos dos grupos es evidente
que no se puede contar para una participación constructiva en cualesquiera
proyectos y objetivos que se definan para adaptarse a los retos y cambios que
seguramente será necesario adoptar.
Hace
algún tiempo leí que los humanos, ante un conflicto que les supera, pueden
elegir uno de estos caminos: la locura, la enfermedad, la muerte, o la consciencia
evolutiva. Solamente los individuos que han aprendido a liberarse del miedo
eligen como primera opción la consciencia que les permita comprender, evolucionar
y manejar la situación.
El
paradigma transicionista es hijo de la cultura anglosajona (¡que inventen
ellos!, que diría nuestro querido y recordado Unamuno), mucho más orientada a
la previsión y al trabajo comprometido y responsable. Nuestra cultura
mediterránea, por el contrario, está más próxima a la improvisación y a la
indolencia un poco temeraria.
No
estamos capacitados para juzgar, puesto que ambas culturas han sobrevivido a
graves conflictos, cada una con sus métodos, pero hay que reconocer que existen
grandes diferencias y que suele ser útil aprender de otros aquello en lo que
somos más débiles. A cambio, seguramente podremos aportar a los colectivos
transicionistas de todo el mundo nuestra creatividad y nuestro enfoque
indolente hacia los problemas y hacia la vida (parece ser que el “dolce fare
niente” de nuestros hermanos italianos es la madre de la creatividad), nuestra
afición a los caminos del mínimo esfuerzo y nuestra proverbial capacidad de
improvisación que nos han proporcionado momentos históricos de genialidad y
liderazgo.
Lo
importante es que, entre todos, encontremos las fórmulas que nos permitan
sobrevivir con las máximas garantías y mínimo sufrimiento. Las próximas
generaciones están esperando que hagamos bien nuestro trabajo.
Para
ser resilientes, tenemos que empezar a identificar seriamente nuestras
necesidades básicas e irrenunciables, y todo ello requiere analizar
minuciosamente nuestro estilo de vida para determinar de qué podríamos
prescindir en caso de emergencia sin que nuestra vida se encontrara en grave
peligro.
Es
como cuando uno cambia de casa. La mudanza obliga a preguntarse qué es lo que
vamos a necesitar trasladar y qué cosas ha llegado el momento de dejar atrás.
Al crecer, inevitablemente, hay hábitos y objetos que se quedan por el camino.
Tratar de arrastrarlos con nosotros solamente representarían un pesado lastre y
un riesgo para el éxito del proceso.
Se
requiere una renovada, o redescubierta, capacidad de diálogo, de análisis, de
acuerdo, de cooperación. Se necesitarán conclusiones individuales, pero también
colectivas. La convocatoria ya está hecha. Las campanas han sonado y habrá que
construir espacios de diálogo y asamblea. Seguramente, deberemos reinventar las
comunidades y grupos de interés pequeños, manejables, a escala humana, no
corporativa. Si el reto es importante para los individuos, las empresas y
corporaciones, sobre todo las de gran tamaño, no lo tienen más fácil. Su
supervivencia está incluso más comprometida que la humana, porque sus valores e
intereses suelen ser mucho más estrechos: dependen casi exclusivamente del
beneficio económico y su resiliencia es bastante escasa porque su existencia se
ha basado en la extracción masiva de riqueza de la sociedad, y si no consiguen
la ración prevista, mueren.
La
resiliencia humana depende del sustento, de la energía, del abrigo, pero
también de la educación, de la salud, de las comunicaciones, etc.
Ciertas
comunidades descubrirán necesidades específicas y otras deberán reformular sus
requerimientos para garantizar su supervivencia y sostenibilidad. Probablemente
será necesario recuperar la escala humana (lo pequeño es hermoso) y habrá que
volver a leer los clásicos para recordar cómo se vivía antes de la
globalización y el neo-liberalismo, incluso antes de que se inventara el dinero
y los “mercados”. Tendremos que volver a definir nuestros valores y
prioridades. Nada de esto es nuevo: lo hemos hecho a medida que hemos ido
creciendo, ahora es el momento de aplicarlo a escala colectiva y de aprender a
cooperar para prepararnos ante escenarios en que tendremos que apoyarnos entre
todos y descubrir que generosidad y supervivencia están mucho más próximas que
lo que nos habían enseñado.